De vez en cuando acudo a comer en un centro comercial que tiene un food court bastante grande. Se ubica en una zona de corporativos con una alta afluencia de oficinistas a la hora de la comida, que suelen abarrotar los locales de ensaladas. Los demás locales, aunque no pueden quejarse por los ríos de hambrientos empleados que se dan cita a la hora sagrada, se conforman con aquellos comensales que resulten atrapados por las pizarras de sus menús, las charolitas de degustaciones (en los locales de comida china) y las atentas invitaciones de quienes atienden para que prueben sus platillos.
Sin embargo, existe un local en especial que a simple vista no conquista por su decoración o popularidad, pero que sin duda, destaca por la entusiasta labor de su dueño, que intercepta a todo aquel que pasa frente a su negocio para ofrecerle un saludo cordial, una sonrisa y una apasionada descripción del menú del día, que además y según el propio propietario de origen italiano, es elaborado en un 90 por ciento con alimentos orgánicos, pues el 10 por ciento restante corresponde a alimentos que no cultiva o no consigue en granjas.
La primera vez que me interceptó con su cortés oferta, me disculpe explicándole que en ese momento estaba con antojo de comida asiática. La segunda vez, también elegí otra opción, pero ante la amable insistencia le ofrecí probar sus platillos durante mi tercera visita.
El día llegó y no me arrepentí. No me cautivó el hecho de que la comida fuera orgánica, sino su presentación, sabor casero y originalidad, algo que no se veía a simple vista. Pero la venta, honestamente la cerró la labor de convencimiento del dueño del local. Su pasión por el servicio y lo que hace, me impidió recordar que ese día yo tenía antojo de sushi.
Durante mi siguiente visita al peculiar local de comida orgánica italiana, el propietario me contó que mucha gente que había decidido darle una oportunidad al probarlo, ahora regresaba casi todos los días, y que siempre los recibía de la misma manera, cortés y familiar. Es importante aclarar que él siempre está del lado del pasillo, es decir, afuera de su local para atraer a la gente, estrechar su mano y mostrarle con ímpetu el menú de cada día sobre la barra.
Eso me dejó meditando. Pensé en cómo ese local pequeño y prácticamente desconocido, rodeado de decenas de reconocidas franquicias, logra tal fidelidad sin tener que bajar sus precios por debajo de los locales de marcas conocidas.
Me puso a pensar también en cómo grandes marcas de diversas industrias que no ofrecen un valor agregado o un gran diferenciador, no enfocan sus esfuerzos en competir con lo único que es imposible de igualar: el servicio al cliente.
Repasé esos casos que todos conocemos de los bancos, que lejos de facilitarnos la vida con un servicio personalizado, honesto y eficaz, se convierten en verdaderas pesadillas con llamadas constantes y a deshoras, letanías repetitivas y sorpresivos cargos por seguros que nunca contratamos y ahora tenemos que intentar cancelar.
Una experiencia similar es la que vivimos con los proveedores de servicios de telefonía celular, internet o televisión por cable, por citar a algunos. ¿Cuánto vale tener un vendedor como el propietario del local de comida casera italiana? ¿Cuántos clientes leales podrían obtener muchas grandes compañías si se enfocaran más en el servicio, que en desarrollar nuevos productos para incrementar su ticket promedio? ¿Qué tan factible es que dejen de ser un mal necesario para convertirse en los proveedores a quienes paguemos y recomendemos con gusto?