“Querido Patriarcado, ahora es tu turno de morir”; así viví mi primera marcha

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"Amanecí el domingo 8 de marzo con un hoyo en el estomago, era ansiedad, me duró toda la mañana", comenta en su columna Marieli Betancourt.

Amanecí el domingo 8 de marzo con un hoyo en el estomago, era ansiedad, me duró toda la mañana. Pero también sentía excitación de hacer algo tan grande. Desde ahí ya tenía una serie de emociones dulce amargas. Tenía miedo por todas las amenazas que rondaban por las redes; “toma tus precauciones”, decían, te enseñaban que hacer si alguien te atacaba con ácido, te daban consejos de cómo no salir herida si se tornaba violento; mandar tu ubicación a quien no estuviera en el lugar, salir de la marcha y no llevar algo que te identificará como protestante; no llegar sola a tu casa. Para mí, era algo importante en mi vida, así que nada de eso me importó, decidí no claudicar como muchas amigas lo hicieron, decidí ir, sin miedo.

Siempre estuve en desacuerdo con las marchas, “tú derecho acaba donde empieza el mío”, pensaba, y la marcha transgredía a los demás, había un daño colateral que no me dejaba ir a manifestarme. Tenía otra forma de hacerlo, como el boicot a nivel personal, pero ahora, nada es suficiente para manifestar mi enojo, mi coraje porque no puedo vivir tranquila. Al salir por la noche, siempre voy pensando en que tengo que hacer para no ser una víctima más. Derrumbaba mis ideales que me limitaban a sumarme a todas aquellas mujeres que han tomado el riesgo y han ido a luchar por nuestros derechos. Y que bueno que lo hice porque hoy, hoy las comprendo mejor que nunca.

Llegué al monumento a la revolución a las 2:20 pm, y mi primera emoción, fue inolvidable, lo vi lleno de mujeres apasionadas, con fuego en sus corazones, gritaban como si estuvieran lista para ir a la guerra. Enseguida sentí ganas de llorar, mi piel se puso chinita y sentí unas ganas de correr y gritar junto a ellas. Me reuní con más amigas y empezamos a analizar los contingentes; creíamos que irnos en el contingente de mujeres y niños sería más seguro para nosotras. Dejamos pasar a los familiares de las víctimas, pues cuando estabas con ellos, se sentía una emoción de dolor y tristeza avasalladora, una “vibra” diferente, comentaron por ahí. Aún no avanzábamos cuando de pronto, llegaron “ellas”, las encapuchadas, tirando vallas, rompiendo cristales y quemando cosas. Nos alertamos, nos fuimos del otro lado de la calle para no estar junto a ellas porque su enojo era mucho para nosotras. Toda la gente alrededor se sentía igual y gritaba “sin violencia, sin violencia…”.

Llegaron más amigas, amigas que no veía hace 10 años pero que esta lucha nos reunió de nuevo; había mujeres de todas las edades, religiones, estado civil, clase social, pero no sólo teníamos en común el género, sino las fuerzas de marcar una diferencia para todas, para que paren los acosos, para acabar con la desigualdad, para terminar con la violencia que nos está matando. Por nosotras, por nuestras hijas, madres y hermanas.

Caminamos hasta la Torre del Caballito, durante ese recorrido, no paramos de gritar, al principio no podía, tenía un nudo en la garganta por todos los mensajes que se escuchaban, intentaba hacerlo, pero me provocaba tos. No me importó, de repente salió de mí una voz que no reconocí, fuerte, inquebrantable, salía de lo más profundo de mi alma y gritaba “ni una más, ni una más” y cientos de voces contestaban “ni una asesinada más”.

Paramos porque regresó el pánico, en las noticias se veía sólo la violencia, y los hombres que estaban fuera de la marcha mandaban mensajes de preocupación; “ya no avancen más porque el Hemiciclo a Juárez está siendo atacado y hay policías enfrentándose con mujeres. En ese punto, más amigas abandonaron la marcha, no las culpo, era mucha la incertidumbre de los que estaban a fuera. Pero ahí, en ese momento, en ese lugar, junto con todas ellas, yo me sentí segura, más segura que caminando sola por la noche, y muchas de nosotras decidimos continuar.

Al ir caminando era inevitable dejarse llevar por el miedo cuando veíamos el humo de aquellas bombas que “no eran violencia, sino autodefensa”, gritaban; cuando vimos unos pantalones de hombre incendiándose a mitad de la calle, me alerté, pero miré hacía atrás y vi a miles de mujeres decididas a continuar, la fuente con el agua color de rosa y mensajes como “querido patriarcado, ahora es tu turno de morir”, giré la mirada hacía arriba y vi las jacarandas que combinaban con las calles llenas de morado, y con el puño arriba seguimos caminando hacia Bellas Artes. Cientos de espectadores nos grababan desde las terrazas de los restaurantes y les gritábamos: “Señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente”, esperando que comprendieran y viralizaran su historia con un mensaje positivo. 

Llegamos al Antimonumenta, un espacio libre para que las mujeres hablaran de sus abusos, todas las apoyábamos y gritábamos “yo sí te creo”. Eran muchas las que querían subirse y hablarlo, expresar a los cuatro vientos lo que no pudieron denunciar en el ministerio público, lo que callaron tanto tiempo o simplemente nadie le dio seguimiento.

Entramos a la calle 5 de mayo, durante nuestro recorrido fuimos cambiándonos de lugar para evitarlas, a “ellas”, a las extremistas. Pero en esta calle fue imposible, de pronto, ya caminábamos a su lado y la gente gritaba “esas extremistas, sí me representan”, “el Estado opresor, es un macho violador”, y algunos mensajes un poco más “agresivos”. Lo curioso es que no sentí miedo, iban tirando vallas y yo estaba ahí junto a ellas. Nos cuidaban, nos avisaban de lo que iban a hacer, se aseguraban de que no corriéramos peligro y nos movían para protegernos, incluso a los hombres que estaban ahí. No faltaba aquel que provocaba el choque al no quererse mover incluso cuando sabía que era riesgoso. Me quedé ahí, junto con ellas, no salí huyendo, las observé y vi la vehemencia con la que se trepaban a los edificios a romper ventanas, aunque les lanzaran cuetes o humo, ellas no paraban. Al inicio pensaba que “sin violencia” era lo correcto. Pero sentí admiración por la fuerza que tenían, por la pasión en su corazón, y entendí su enojo, volteé a un lado y en un papel vi la cara de Fátima con un mensaje que expresaba: “somos el corazón de las que ya no laten” y entonces con lagrimas en los ojos, grité con todas mis fuerzas “fuimos todas”. Abrigué el coraje y recordé a aquellos que abusaron de mí y de mis amigas que fueron abusadas también. No sólo por los hombres, sino por sus madres al no protegerlas, al no creerles; al sistema por no darles la seguridad de que esa violencia no quedaría impune. ¿Cómo no estar enojadas?, ¿cómo no nos va a doler la indiferencia? Recordé el mensaje de una madre que decía, “si fuera mi hija, lo quemaba todo”. Me bastó unos minutos vivir esa experiencia a su lado para cambiar de opinión, para dejar de distanciarlas de mí. Nunca vi que atacaran policías, nunca vi que quemaran sin razón. Sólo vi a mujeres luchando en plena revolución.

En un segundo, se llenó de humo la calle, ese humo que picaba, traía mi paliacate morado por precaución, lo utilicé para cubrirme la boca, escuchaba gente asustada y voces sin miedo que decían “sigan caminando, todo estará bien, es sólo un extintor”. Pensé en el peligro que estaban corriendo ellas, las atacaban desde adentro, pero seguían la lucha. Me imaginé que así debió de ser en la guerra con los soldados quienes iban al frente a luchar, no sólo por su libertad y seguridad, sino por la de su familia, por la independencia de los suyos, por la seguridad de todos.

No me considero patriótica, no creo en las guerras, ni el ejercito, pues sé que son el arma personal de lo intereses políticos del país, nunca han considerado que, por avaricia del poder, mueren millones de personas, el daño colateral es inevitable. En esta también hubo daños colaterales, edificios rotos y quemados, calles pintadas, monumentos tatuados de dolor y rabia, mujeres heridas, pero nada más. Se escuchaba por las calles gritar que el Estado protegía más los monumentos que la seguridad y dignidad de sus mujeres, que la ciudadanía se sentía más ofendida por los vidrios rotos que por los cuerpos mutilados de miles de mujeres, y sí. Cuando terminó la marcha y pude ver las noticias, todo se enfocaba en eso. Mujeres expresando en las redes, la pena que sentían por los hechos ocurridos y que “esas mujeres”, no las representaban. Lloré por dentro de tristeza. Aún no sé porqué, no exterioricé mis sentimientos.

El momento más esperado había llegado, logramos caminar hasta el zócalo, eran las 4:45 pm, todavía estaban miles de mujeres ahí, sentadas por el cansancio, muertas de hambre comiendo algo, tomando agua para apagar la sed. Muchas llegaron y se fueron, pero la mayoría, después de un descanso, continuó con el objetivo. Mi grupo y yo decidimos partir después de una vuelta. Cuando íbamos de regreso, aún se podía mirar a miles de mujeres y hombres marchando. Veías a lo lejos la calle 5 de mayo, tapizada de seres humanos dispuestos al cambio, listos para ver caer al sistema que por años nos ha hecho daño. Emocionados y sin miedo, pese a lo que escuchaban a lo lejos, todavía se miraban con fuerza, con pasión, tocando tambores, bailando las canciones que todas cantaban al unísono. En ese momento se volvió a quebrar mi voz, fue un respiro que me volvió a dar fuerza para seguir gritando aún cuando partía. El zócalo no dejará de recibir el mensaje. Ese que cada uno traía en su agenda personal pero que tenía una sola cosa en común con todos los demás. Queremos equidad, igualdad, vivir sin miedo y en un país donde el Gobierno proteja a sus ciudadanos por igual, donde nunca más nadie tenga que gritar, “viv@ se l@ llevaron”.

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