Históricamente relacionado con el desarrollo económico, el sector privado emprendió una reingeniería de sus procesos para que sus actividades fueran más allá de las ganancias económicas y generasen un impacto positivo en las comunidades en las que opera. Lo que en su momento se bautizó como Responsabilidad Social Corporativa (RSC) es ahora un eje rector para aquellas empresas que buscan hacer frente a los retos sociales, económicos y ambientales del siglo XXI.
Sin embargo, e incluso antes de la pandemia de la COVID-19, las compañías se encontraban ante un cambio de paradigma respecto a sus prácticas de responsabilidad corporativa, el cual las hizo replantearse su papel como partícipes del desarrollo. Surgieron preguntas sobre su alcance, el impacto “real” de sus estrategias y los sesgos en los que podrían estar cayendo ante una realidad sumamente disruptiva y dinámica. Es así que el sector privado se ha embarcado –una vez más– en la búsqueda de una nueva definición de este concepto que le permita asumir nuevos roles y acciones para conectar con la sociedad.
Ante este escenario, quienes tenemos la fortuna de desempeñamos en este rol hemos asumido la tarea de diseñar una nueva y balanceada dimensión social empresarial. Una que incluya nuestra obligación moral con la sociedad, pero también con nuestros equipos y sus familias, quienes son nuestro principal activo y que, al final del día, representan una extensión de nuestros valores.
Este balance podría pensarse como un equilibrio perfecto, que si lo ejemplificamos con el mundo del arte me recuerda al concepto de proporción áurea y que hoy podemos llamar la divina proporción de la responsabilidad social, entre la tradicional filantropía y la inversión social a largo plazo.
Si bien los donativos son importantes, esta nueva dimensión social requiere de una visión más ambiciosa. Una que nos permita involucrarnos con todos los actores del ecosistema mediante acciones concretas de liderazgo, inversión, transferencia de conocimiento y formación de capacidades. En otras palabras, debemos ir más allá de las acciones asistencialistas –que si bien son importantes para generar cohesión– y entrar de lleno en un círculo virtuoso de desarrollo con los diversos grupos de interés.
La tarea no es fácil. Especialmente al momento de cerrar la brecha entre dichos stakeholders y nuestros shareholders… ¿Cómo podemos adaptar los beneficios de una robusta identidad social al lenguaje del empresariado, especialmente en términos del retorno financiero que han invertido? Sólo a través de un cambio de paradigma. De una modernización de la cultura empresarial que entienda que la inversión social es una estrategia de negocios (y de educación) a largo plazo.
Y no tenemos que alcanzar este objetivo en solitario, de hecho: no podemos. Al contrario, debemos ir de la mano de nuestras comunidades, sociedad civil, y por supuesto, del sector académico. Son ellos quienes mejor conocen las necesidades específicas de sus sectores; y es nuestra responsabilidad vincular las actividades de negocios (clientes y socios) con sus habilidades. Una vez más, se trata de encontrar una proporción armónica.
La crisis que estamos atravesando sólo ha hecho más urgente la necesidad de un cambio. Conforme el rol del sector privado crece –y especialmente el tecnológico– también lo hace la necesidad de fortalecer nuestro papel en la consolidación de un entorno más justo, inclusivo y sostenible. La forma en que respondamos ante este momento será clave en la memoria del mañana.