¿Cómo les fue esta Navidad?
¿Alguno de ustedes logró romper la tradición de comprar regalos a último momento?
Yo no.
Como madrina responsable de un niño de 3 años, visité la juguetería el día 24 en búsqueda del regalito navideño. Quien lo haya hecho antes, seguro estará pensando que soy una “novata”.
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LOS PITCHES COVENIENTES
Para ese día, las jugueterías están volteadas de cabeza. No hay un solo juguete con la caja intacta. El contenido de las cajas es una sorpresa. Juguetes que pueden llegar a casa y no poderse armar porque les faltan piezas. Lo que se ve y se escucha en una juguetería en estas fechas es impresionante.
Niños que hablan como adultos “Hhhmm ya, ya podemos irnos. Ya sé lo que voy a pedir”, “Papá, necesito que me levantes porque no alcanzo a ver lo que hay arriba (del anaquel) y pueden ser cosas importantes”.
Papás que tratan de negociar “Creo que éste (juguete) es mejor. Me lo dijo el dueño de la tienda”, “Sólo busca 2 juguetes. Santa tiene que ir a ver a muchos niños y no va a poder cargar todo lo que le piden los demás si pides muchos”.
Empleados que ya están en “trapo mode” (modo trapo) y probablemente rayando en la locura y el cansancio infinito.
“Disculpe señorita, ¿tendrá un carrito que sale en la tele que es pequeño y tiene llantitas?” – “Ya se nos terminó”, “Están en el pasillo 3” (la tienda no tiene pasillo 3), “No, pero tenemos esto (una muñeca)”, “Yo no trabajo aquí”.
Ir a la juguetería en estos días es como una escena de The Wall Street. Una marea de gente tratando de comprar el último juguete a un precio medianamente razonable porque si hubiera gráficas en el punto de venta, cada segundo se vería a la alza. Los precios no dejan de subir y la gente no deja de comprar.
Las filas para envolver regalos son exageradas. El caos, el ruido, los niños gritando, otros niños llorando, otros perdidos.
Después de 3 horas sales de ahí sintiendo que la cabeza te va a explotar y lo que al fin decidiste comprar fue un juguete que viste al tratar de huir por un carril de cajas. Y abriéndote paso a empujones, revisando que no traigas a un niño desconocido arrastrando colgado de tus piernas, intentas escapar sin herir a nadie a tu paso.
Y esto no ha terminado. Falta lidiar con el tráfico para ir a comprar los regalos al resto de la familia, la lista del súper de cosas que faltaron para la cena, llegar a casa y cocinar, limpiar todo para recibir a las visitas y arreglarte para que parezca que todo lo tenías perfectamente planeado.
Pero comienzan a llegar todos y el primer niño que llega pregunta por la piñata. Es de imaginarse que la mente comienza a trabajar en un mapa de ubicaciones de venta de piñatas de última hora, para llegar y llenarla de paquetes de galletas saladas, naranjas, sobrecitos de cátsup, dulces que sobraron de Halloween y cualquier cosa que sirva para recrear el folklore que esperan todos.
Quien entienda de qué hablo, también habrá vivido la experiencia de ver a los niños tirarse bajo la piñata para juntar los “dulces” y reír a carcajadas disfrazándose con pedazos de la misma corriendo y gritando unos tras otros. También conocerán la bonita sensación de ver a la familia reunida como si nada les preocupara. Las niñas estrenando vestido para la ocasión especial y todos queriendo tomar fotos.
Ya no importa si el regalo venía envuelto, si la comida está fría o salada, si alguien tiró el refresco sobre el mantel nuevo. Todo ha valido la pena.
Y al cerrar la puerta de casa tras el último invitado que se retira, comienzan las pláticas familiares del recuento de momentos dignos de quedarse en la memoria. Justo eso es por lo que vivimos un día de locos y nos vamos a la cama a esperar que llegue el silencio del 25 de diciembre. Un día abismalmente diferente pero igualmente satisfactorio.