Es Cosa de Actitud
Por Manuel Moreno Rebolledo*
Carlos se sentía cansado. Llevaba más de media hora parado en medio del tráfico. No había salido a tiempo para evitar el obligado cierre de algunas avenidas por la marcha de maestros que, una vez más, se dirigía a Los Pinos.
La presentación que había preparado la noche anterior, podría representar un cambio realmente significativo para su agencia si el cliente la aprobaba. En su auto, cambiaba de una estación a otra y en todos lados de lo único que se hablaba era de la crisis económica. Se mostraba confiado en que su propuesta era la mejor que se había presentado al cliente, pero como representaba una fuerte inversión, no estaba seguro de que la aceptaran cuando todo mundo hablaba de que era una época de crisis. Temía que si el proyecto no era aceptado, las consecuencias podrían ser muy críticas. Su esposa, quien había sido también un gran apoyo para él, estaba por ser despedida de su trabajo. Por la mañana, antes de salir de su casa, vio los últimos billetes de lotería que había comprado en el cesto de basura. Otra vez dinero tirado, pensó.
Volteaba a ver a los otros conductores y sólo veía enojo, prisa y preocupación. Algunos golpeaban el volante, otros ya empezaban a tocar el claxon. Mientras, él repasaba de memoria una y otra vez los puntos más importantes de su presentación, los dummies de cada uno de los materiales que había llevado, si había puesto su laptop con el proyector en la cajuela. Que nada se le hubiera olvidado. Pero no era muy optimista. Ya estaba elaborando en su cabeza lo que le diría al personal de su agencia: “casi lo aprobaron” “ellos nos van a llamar cuando tengan los ajustes”. Pensaba incluso en cortar parte de los honorarios de la agencia con tal de que el cliente aceptara. Mientras, los expertos seguían hablando en la radio sobre las consecuencias de la crisis y él, junto con los bocinazos cada vez más frecuentes de los conductores, ya empezaba a ver las cosas con menos optimismo.
Debido al ruido cada vez más fuerte a su alrededor, apenas oyó su teléfono celular. Era su mujer. ¿Habría tenido algún problema? Le contestó y debido al ruido, la escuchó muy entrecortada, lejana pero eufórica: “¡Nos sacamos la lotería!” “¡Recogí los billetes de la basura y los volví a revisar! ¡Nos la sacamos!”, le oyó decir, “¡No sé cuánto nos toca, pero sí te puedo decir que esto nos asegura la vida!”. Casi no te escucho, le contestó. ¿Qué nos sacamos la lotería? “¡Sí! ¡Sí!” “No te oigo nada, pero te veo después en la casa, ¡Te quiero!”, y terminó la llamada.
Se quedó impávido. Instantáneamente, sus oídos se cerraron. Dejó de oír los noticiarios y el enorme ruido que había a su alrededor. ¡Cómo influye una sola noticia en la vida de las personas! Hacía unos minutos el futuro no tenía más color que negro. Lo pensó todo el tiempo hasta que el tránsito se restableció.
Ya había tomado una decisión. Presentaría la propuesta pues se lo debía a todos los de su equipo que habían trabajado muy duro, pero no haría ninguna concesión: sabía que era una de las mejores propuestas que había hecho la agencia y no merecía regateo alguno. Si la aceptaban, él haría todo lo necesario para su ejecución, pero la presión se había ido y si no la aceptaban, ya no representaría un problema mayor.
Ahora pasaría más tiempo con su familia; haría la maestría que tanto había querido hacer desde que dejó la universidad; y seguiría trabajando, pero sólo se encargaría de los clientes que realmente apreciaran la creatividad de su trabajo. Con esa decisión ““y su futuro asegurado”“, llegó a las oficinas del cliente.
Fue la mejor presentación que había hecho. Se sintió totalmente seguro de lo que estaba diciendo. Los ejecutivos de la empresa asentían cada punto que Carlos mostraba y se veían realmente entusiasmados. Antes de que él concluyera, los clientes ya estaban pensando en la implementación del programa. Había logrado el mejor contrato para su agencia pues le aseguraba un gran futuro aún si no hubiera ganado la lotería.
Durante el regreso, con un tráfico casi igual al de la ida, veía las cosas en forma diferente. Claro que había gente enojada, pero también había gente que cantaba en su coche como si lo hiciera dentro de su regadera. Se moría de la risa.
Imaginaba el regreso a su casa y después de abrazar muy fuerte a su esposa, le diría que él también traía buenas noticias. Todo iría muy bien de ahora en adelante.
Al llegar, su mujer lo recibió con un largo abrazo, y después de verlo muy fijamente a los ojos le dijo la verdad: no se habían sacado la lotería. Todo había sido un plan para ponerlo en una mejor actitud mental que la que llevaba cuando salió de la casa. Ella sólo quería recordarle cómo se sentía la prosperidad. Ella sabía que con eso, él podría dar lo mejor de sí cuando sintiera que no tendría que preocuparse por nada más que por disfrutar su trabajo.
Carlos la entendió perfectamente. Sabía que nuestra percepción del mundo cambia cuando esperamos lo mejor de los demás. Sabía que gastar energía en sentimientos negativos significa un desperdicio de capital emocional. Sabía también que, cuando sentimos que la prosperidad nos rodea, creamos un estado mental que prácticamente nos convierte en centro de atención de todo el mundo. Hacía falta que alguien se lo recordara.
Lejos de enojarse con su mujer, la besó largamente y pensó que la verdadera lotería había sido encontrarla en su camino.
Thomas Jefferson decía: “Nada sobre esta tierra puede detener al hombre que posee la actitud mental correcta para lograr su objetivo. Nada sobre esta tierra puede ayudar al hombre con la actitud mental incorrecta”.
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